14 de mayo de 2014

Gente que sueña

Es un bebé precioso. Tendido boca arriba sobre una cama, sonríe y mueve sus pequeñísimos brazos sin dirección, con una energía desmedida, natural. 
No ve el pañal, no tiene aritos; no sabe su sexo. Pero está desnudo y sabe que es feliz. 
Zoom sobre él. De a poco deja de ver el acolchado marroncito. Sabe que es su cama. Desde el balcón abierto, la luz le ilumina su lado derecho, el contrario al de las vacunas. La nariz es tan perfecta que no hace sombra y las pestañas son largas, oscuras. Como las suyas. Alguien, algo -¿ella?- se acerca a besarlo. 
No se ve, nadie lo ve, pero ella lo sabe: lo dejó morir. Jamás le dio de comer. Se da cuenta ahí, en ese instante. Tiene aproximadamente diez días y nunca comió. 
En un colectivo le cuenta a su novio lo que hizo. Viajan parados, él agarrado del pasamano, ella de un asiento. Desde ahí arriba dice que si a ella no le importa el ruido, a él, por el gesto que hace, tampoco. 
En este sueño, que es mudo, ahora está en una farmacia y pregunta, con mucha vergüenza, qué puede darle de comer a un bebé. Pero de sus tetas nada, ni las mira ni las siente. En este sueño no hay tetas.
Al costado de la cama hay una bolsa negra, de basura. Está abierta. No, abierta no: mal cerrada. Tiene muchas ramas y hojas secas, aunque ella no tiene árbol, apenas un balcón. En la mugre hay, también, varias pelotas marrones gelatinosas, enredadas en polvo, pelo y árbol. Tienen el tamaño de una nuez pequeña.

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