25 de mayo de 2015

Amor platónico

Es así: el amor imposible es para muy pocos. Pero el platónico… Ay, ¡qué cosa más democrática! Todos podemos. Puede ser cantante, escritor, jugador de fútbol, dramaturgo escocés. Puede tener cuarenta años más que uno; hasta puede haber muerto antes de que nacieras. Puede ser tu primo. O tus primos. Puede ser el padre de una amiga, o dos. Puede ser cura. Puede ser gay y vos heterosexual. ¿Qué querés? Elegí.
Para ser, el amor platónico requiere que no sea. Cuanto más inverosímil y ridícula sea la posibilidad de la concreción, más es.
Yo me enamoré a los quince años de mi profesor gay de Educación Cívica. En mi cabeza también estuve de novia con el futbolista Fernando Redondo –el mejor y más lindo cinco que vi-. Actualmente, y desde los once años, estoy en pareja con Rod Stewart. Con Gustavo Cerati salgo desde los trece. Mi último metejón: el escritor mexicano Juan Villoro.
Fueron las lecturas que me acercó, su oratoria y los suaves –ahora veo excesivamente suaves- modales. Fueron el pelo largo en los noventa y los pases más elegantes que ha dado el fútbol nacional. Porque es el único viejo sensual de este planeta. Por cantar poesía -por él quise besar a un amigo de mi hermano; aunque mis amigas decían que no, para mí tenía la boca igual-. Es por escribir así, Juan.
Hasta hace unos meses, en esta nube narcótica de idealización, ajena a todos, ajena al tiempo, estaban sólo estos cinco, hasta que conocí un poco más a un brasileño. Es de San Pablo y es piloto de Fórmula 1. En el documental, que lleva su nombre, pude ver lo arriesgado que es en las maniobras y comprobé que es el mejor corriendo en pista con lluvia. Y es tan lindo.
Ayrton Senna: esto recién empieza.

14 de mayo de 2014

Gente que sueña

Es un bebé precioso. Tendido boca arriba sobre una cama, sonríe y mueve sus pequeñísimos brazos sin dirección, con una energía desmedida, natural. 
No ve el pañal, no tiene aritos; no sabe su sexo. Pero está desnudo y sabe que es feliz. 
Zoom sobre él. De a poco deja de ver el acolchado marroncito. Sabe que es su cama. Desde el balcón abierto, la luz le ilumina su lado derecho, el contrario al de las vacunas. La nariz es tan perfecta que no hace sombra y las pestañas son largas, oscuras. Como las suyas. Alguien, algo -¿ella?- se acerca a besarlo. 
No se ve, nadie lo ve, pero ella lo sabe: lo dejó morir. Jamás le dio de comer. Se da cuenta ahí, en ese instante. Tiene aproximadamente diez días y nunca comió. 
En un colectivo le cuenta a su novio lo que hizo. Viajan parados, él agarrado del pasamano, ella de un asiento. Desde ahí arriba dice que si a ella no le importa el ruido, a él, por el gesto que hace, tampoco. 
En este sueño, que es mudo, ahora está en una farmacia y pregunta, con mucha vergüenza, qué puede darle de comer a un bebé. Pero de sus tetas nada, ni las mira ni las siente. En este sueño no hay tetas.
Al costado de la cama hay una bolsa negra, de basura. Está abierta. No, abierta no: mal cerrada. Tiene muchas ramas y hojas secas, aunque ella no tiene árbol, apenas un balcón. En la mugre hay, también, varias pelotas marrones gelatinosas, enredadas en polvo, pelo y árbol. Tienen el tamaño de una nuez pequeña.