22 de julio de 2013

Alberto Crescenti

Manos que asoman como de un torso ajeno. Las formas no se entienden. Humanidad enredada en un gesto desesperado. Ojos que gritan y bocas que piden. La foto del vagón que publicó un bombero en su Facebook era la de una pelota de gente en seis metros. El 22 de de febrero de 2012 140 personas que viajaban en tren se habían transformado en un solo cuerpo horrible al chocar el tren en el que viajaban. Les ponían vaselina y aceite para destrabarlos.

El que les ponía vaselina era Alberto Crescenti. Crescenti es, también, el que dirigió las tareas de rescate en 1992 del atentado a la Embajada de Israel -29 muertos y 242 heridos- y AMIA -1994, 84 muertos, 300 heridos- . Es el director del SAME, un señor canoso de chaleco verde que cuenta que a Wanda Taddei la prendieron fuego. Es el tipo que se va de vacaciones, pero “escapadas, nunca muy lejos; a distancia de helicóptero, que me pueda venir a buscar”. Es el que dice que una vez que llega a casa no se habla de nada del trabajo porque todo queda donde debe quedar, sino, no se puede. El trabajo son acuchillados, mujeres quemadas, atropellados y rehenes en prostíbulos. La casa es Silvia, su mujer. En esa cabeza que sueña con incendios no entra ni Silvia, porque “no me saca ni una palabra”. Ahí hay más de 30 años de desidia y latir de una ciudad. Silvia es psicóloga y su marido no le cuenta. Ni a ella.   

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