Manos que asoman como de un torso ajeno. Las formas
no se entienden. Humanidad enredada en un gesto desesperado. Ojos que gritan y
bocas que piden. La foto del vagón que publicó un bombero en su Facebook era la
de una pelota de gente en seis metros. El 22 de de febrero de 2012 140 personas
que viajaban en tren se habían transformado en un solo cuerpo horrible al chocar
el tren en el que viajaban. Les ponían vaselina y aceite para destrabarlos.
El que les ponía vaselina era Alberto Crescenti.
Crescenti es, también, el que dirigió las tareas de rescate en 1992 del
atentado a la Embajada de Israel -29 muertos y 242 heridos- y AMIA -1994, 84 muertos,
300 heridos- . Es el director del SAME, un señor canoso de chaleco verde que
cuenta que a Wanda Taddei la prendieron fuego. Es el tipo que se va de
vacaciones, pero “escapadas, nunca muy lejos; a distancia de helicóptero, que
me pueda venir a buscar”. Es el que dice que una vez que llega a casa no se
habla de nada del trabajo porque todo queda donde debe quedar, sino, no se
puede. El trabajo son acuchillados, mujeres quemadas, atropellados y rehenes en
prostíbulos. La casa es Silvia, su mujer. En esa cabeza que sueña con incendios
no entra ni Silvia, porque “no me saca ni una palabra”. Ahí hay más de 30 años
de desidia y latir de una ciudad. Silvia es psicóloga y su marido no le cuenta.
Ni a ella.
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